Existe un alma indómita, un carácter rebelde que de vez en cuando se hace presente para romper con la normalidad y acabar por desbaratar todos los planes previstos. Un equipo que gana una liga cuando nadie lo espera o que falla cuando compone una plantilla de relumbrón a golpe de talonario.
Tal día como hoy nació el Valencia. Hace 95 años de aquella jornada fundacional. En el legendario Bar Torino vio la luz una entidad tan peculiar como contradictoria, repleta de vaivenes, errática en ocasiones, pero tenaz y ejemplar en su capacidad de superación. Dotada de una proverbial fortaleza que le ha permitido sortear los escollos planteados por el destino con admirable soltura. El Valencia es muy suyo, no se hace evidente a ojos de quienes se acercan cargados de prejuicios, su personalidad oscila, se trata de un club que despista a la mayoría de los observadores forasteros que no atinan a entender muchas de las cosas que suceden en Mestalla y que suelen interpretarlo casi todo al revés. La verdad, tampoco importa demasiado, el personal anda curado de espanto.
El Valencia lo ha resistido todo con entereza, incluidos algunos de sus dirigentes, quienes cargados de buenas intenciones- otros no tanto, todo sea dicho, para que vamos a engañarnos- lo han gobernado a su manera y se han aprovechado de su resonancia. Hubo contadas excepciones, pero la entidad ha coqueteado en demasiadas ocasiones con actitudes irresponsables que generaron inestabilidad, especialmente desde su forzada e injusta conversión en sociedad anónima deportiva. Sin embargo, el valencianismo ha sabido apañárselas para salir adelante. Existe un alma indómita, un carácter rebelde que de vez en cuando se hace presente para romper con la normalidad y acabar por desbaratar todos los planes previstos. Un equipo que gana una liga cuando nadie lo espera o que falla cuando compone una plantilla de relumbrón a golpe de talonario. Lejos de refugiarse en lamentaciones, se pasa página y se sigue hacia adelante.
Al Valencia se le quiere como es, a pesar de todo y de todos, aunque quienes lo dirijan se olviden de la propia historia y hagan apuestas equivocadas por la fanfarronería en lugar de por la seriedad y el trabajo bien hecho. El Valencia es blanco y negro, es Cubells y Montes, Puchades y Pasieguito, Roberto y Paquito, Guillot y Waldo, Albelda y Baraja. El equipo de solistas formidables como Wilkes, Claramunt o Fernando. El Valencia del gran Mario Alberto Kempes, su icono universal. Aquel equipo mítico de la Delantera Eléctrica, mezcla de vascos y valencianos: Epi, Amadeo, Mundo, Asensi y Gorostiza. Las gentes del Norte supieron encajar en la filosofía valencianista: Eizaguirre, Igoa, Quincoces, Sol. El conjunto bronco y copero que tanto molestaba al poder establecido y que se ha rebelado siempre contra el orden impuesto, preparado para remar contracorriente con pericia. El Valencia se ha erigido en el referente principal de fútbol valenciano: Mestre, Fuertes, Seguí, Mañó, Arias, Monzó, y una legión de gente ilustre de la tierra. Todos no caben, pero que cada uno ponga los suyos, aquellos que algún día les hicieron vibrar, les pusieron la piel de gallina o cuyo recuerdo les evoca la emoción de un padre que ya no está.
El Valencia es también de todos aquellos que han defendido su escudo y han dado la cara por el club, gente venida de otros países y continentes, veteranos que rejuvenecieron en Mestalla como Carboni o Anglomá, argentinos que se quedaron entre nosotros como Adorno, Felman o el “Indio” Valdez. Malabaristas como Keita o superdotados como Arnessen y Penev, charrúas de sangre caliente como Bossio o Héctor Núñez. El Valencia es eso y mucho más, un sentimiento único, una identificación incondicional a pesar de los pesares, alejada de clichés y de convencionalismos. El Valencia pertenece, por encima de polémicas y pantomimas, a las gentes que lo consideran como un elemento esencial de sus vidas, una causa generadora de alegrías y sinsabores, sin la que no se puede pasar. Una ilusión que se lleva muy dentro del alma.