Han vuelto a aflorar los peores defectos que confunden a un entorno que no sabe a qué carta quedarse.
La derrota sufrida por el Valencia en La Rosaleda no constituye, desgraciadamente, un hecho aislado. Más bien, todo lo contrario. El batacazo ante el Málaga, rival que no conocía la victoria en la Liga desde el inicio del año 2015, viene a confirmar la tendencia acusada de un equipo que sufre horrores lejos de su feudo. En Vigo le salvó Alves con la detención de un penalti, pero en Riazor y en Orriols, por citar dos precedentes, no sopló el viento a favor y se perdieron sendos partidos ante rivales condenados a luchar por la permanencia. El Valencia ofrece una imagen muy inquietante en la mayoría de los desplazamientos.
En casa, el equipo de Nuno resuelve sus encuentros por la vía rápida, gracias a ráfagas de enorme intensidad. Su juego no es sostenido ni constante, pero adquiere unas revoluciones insuperables para sus oponentes. Los valencianistas demuestran seguridad y confianza. Lejos de Mestalla se produce la metamorfosis, la transformación en un equipo espeso, carente de ideas claras, errático. Bajo un aparente dominio, la realidad revela fallos clamorosos en defensa y escasa capacidad ofensiva. Para resolver un problema, el primer paso es reconocerlo y, a continuación, buscar las soluciones adecuadas.
No hay nada perdido, queda mucho todavía por delante en este campeonato, pero no es de recibo desbarajustes como el exhibido en Málaga. Si el Valencia cerró 2014 con una actuación muy seria ante el Eíbar, evocadora de las mejores versiones de los equipos comprometidos, trabajadores y eficaces, frente el conjunto de la Costa de Sol, que venía de jugar en la Copa del Rey la semana anterior, han vuelto a aflorar los peores defectos que confunden a un entorno que no sabe a qué carta quedarse, descolocan a la afición y rebajan la credibilidad del equipo. La solvencia no se regala, se gana cada semana con el juego y los resultados. Lo demás es humo.