Todos somos Vicent

Anécdota tras anécdota, suceso tras suceso, los apologetas han ido ganando la partida del disimulo. De tanto quitarle hierro a lo que veíamos a diario, hemos propiciado un Valencia anémico a todos los niveles.


Vicent tiene 37 años y lleva felizmente casado con su mujer desde hace diez. Un tipo normal, con una casita de dos alturas en El Perellonet normal, una vida normal, un trabajo normal. Vicent vive tan inmerso en su rutina que no se percata de los detalles fugaces que ven sus ojos. No repara en que el vecino de la casa de al lado pasa cada vez más tiempo charlando con su mujer en el jardín, conversaciones que se detienen de forma apresurada cuando llega tras un largo día en la oficina. Tampoco se fija en cómo su esposa empieza a acudir al gimnasio con asiduidad, cambia de perfume, se arregla más de la cuenta o no responde al teléfono cuando le llama desde el trabajo.

Un día, Vicent llega a casa antes de tiempo –el jefe cumple años y les ha dado la tarde libre- y decide entrar por la puerta de la cocina para darle a su mujer una sorpresa. Imaginen su cara cuando entra en la habitación y descubre a su señora en pelotas junto al vecino. Ira, rabia, traición, desencanto… Todo a la vez, en una milésima de segundo. Se arma la de Dios.

Ahora hagan un ejercicio de traslación y pónganle cara a los protagonistas de la historia. Deténganse en el agraviado, el ‘cornudo’, aquel de cuya candidez se aprovechan.

Así es: todos somos Vicent. La afición del Valencia CF es Vicent.

Nuestro desgraciado amigo no reparó, o quizá no quiso reparar para no estropear su idílica fantasía de vida normal, en una infinidad de detalles que deberían haberle hecho estar en guardia. Sobre aviso. Y se topó con el ‘pastel’ de sopetón, de golpe. Lo que Vicent no sabía en el momento en que se encontró a ambos jugando a los médicos es que su señora llevaba siéndole infiel con el vecino durante muchísimos meses. Como todo el mundo sabe, los ‘cuernos’ no se ponen de un día para otro, al igual que lo que sucede en la actualidad en el Valencia no ha surgido de manera espontánea ni por ciencia infusa. Todo tiene un proceso. Lo que nos ocupa arrancó a finales de 2013 y va camino de los dos años y medio. Nadie puede, pues, quejarse de que no lo hemos visto venir.

Dentro de nuestra maravillosa costumbre de hacerlo todo a lo grande, los valencianos hemos completado el salto mortal con tirabuzón para vivir a diario en la histeria más bipolar que se recuerda. Jamás un modelo de gestión con un dueño tan absoluto estuvo tan en tela de juicio, ni jamás un club de fútbol con una cabeza tan clara estuvo tan descabezado. La retahíla de vocablos es infinita: caos, neurosis, nerviosismo, bandazos constantes, disparates inexplicables, chifladuras puntuales y no tan puntuales, enajenaciones transitorias y muchísima incertidumbre. Somos una casa de locos.

En una temporada en la que la pelota se empeña en recordarnos a menudo que los milagros no existen y que sólo una línea de trabajo clara te da opciones de éxito, hemos alcanzado el punto en el que las derrotas ya no duelen tanto como el hecho de que se friegue el suelo con la imagen de la entidad cada dos por tres. El terrible esperpento en el área técnica que remató el enésimo batacazo ante un rival de enjundia –esta vez fue el Atlético de Madrid- tiene tantas lecturas y análisis que, si a los examinadores les apeteciera, podría aparecer perfectamente en el Selectivo de 2016. ‘El cambio de Negredo’ como tema en el examen de Comentario de Texto. Verían ustedes qué maravilla de respuestas.

Como los cuadros renacentistas, la estampa del domingo deja media docena de microhistorias que confluyeron en apenas quince metros cuadrados de césped, butacas y plexiglás. La más preocupante, cómo no, reside en la incapacidad del cuerpo técnico –formado, recordemos, por un número récord de integrantes- en ponerse de acuerdo respecto a la estrategia a seguir tras la expulsión de un futbolista con 1-2 abajo en el marcador y diez minutos por delante. Neville, distraído dando instrucciones a un Negredo que se disponía a saltar al césped, ni se dio cuenta de la expulsión de Aderlan hasta que el propio Negredo primero y Voro después se lo dijeron. El de Bury sigue con la 'L' colgada.

El hilo argumental salta en ese momento a la figura del Tiburón, futbolista al que quise tenerle fe el año pasado pero cuyo papel en el actual Valencia dista mucho del que imaginaba. Me equivoqué. Y me duele haber caído en ese error no tanto por su rendimiento sobre el césped, sino por todo lo que sucede fuera de él. La reacción al conocer el cambio de opinión de Neville, tirando un botellazo al suelo y gesticulando -¡anda que no le gustan a la grada esos arranques tribuneros de carácter!- no es la propia de un futbolista de treinta años y el culo pelado, mucho menos de alguien al que las circunstancias han hecho capitán del Valencia y líder del vestuario.

Sin posicionarme a favor de ninguno de los dos, la guerra entre el vallecano y Nuno dinamitó un vestuario ya de por sí agrietado tras ser una balsa de aceite en la 2014-2015. Viendo el rendimiento sobre el césped, jamás estuvieron más baratos los cánticos de apoyo a un jugador –recuerden aquel derbi ante el Levante del que se cumple exactamente una vuelta- gracias principalmente a la inquina hacia el técnico instalada a martillazos en un sector de la grada. Tras la destitución de Nuno, el poso que quedó erigió a Negredo en vencedor del pulso, ‘el que pudo con el ogro’. Un año aquí ha bastado para conferirle galones y capitanía. Y el responsable de eso fue Gary Neville, quien le recuperó del ostracismo y le dio minutos, muchos minutos, quizá más minutos de los que su estado de forma merecían. Y aunque Álvaro ha respondido con una dosis razonable de goles, sus gesticulaciones y reproches a la decisión del míster entre dientes –“pues nada… verá el partido bien…”- cuestionando al hombre que ha dado la cara por él parecen síntomas de un mal muchísimo más profundo que una mera anécdota.

Es cierto que gran parte de Mestalla coreó el nombre del delantero porque era el único punta que moraba en el banquillo, pero también el jugador puso de su parte para acrecentar la ceremonia de la confusión saltando a quitarse el chándal rápidamente después de que los técnicos desechasen la idea de introducir a Abdennour. Un auténtico caos que dejó retratados a Neville y asistentes, temerosos, inseguros, incapaces de tomar decisiones a la primera y en base a sus creencias futbolísticas sin entrar en catarsis dubitativa.

En el caso de los jugadores, el mencionado Negredo –reitero, poseedor del brazalete- no demostró ni la templanza ni la mesura propia de un veterano en gestos y reacciones. El vallecano no siente necesidad de 'cortarse' porque un sector de la grada va a respaldarle pase lo que pase, pese a que su rendimiento sea una de las grandes decepciones de la década. Lo dice uno, insisto, que tenía fe infinita en su resurgir. No le importa dar un botellazo al suelo y gesticular, al igual que a Mustafi no le importa cagarse en sus compañeros a grito pelado cuando hay un error en defensa en el que muchas veces el propio Skhodran ha ‘colaborado’ de manera decisiva. O a Alves encararse con uno o dos aficionados maleducados, cuando lo suyo sería no entrar al trapo. O la reciente y peligrosa tendencia a las tarjetas que obligan a perderse partidos que puedan ser percibidos como una incomodidad.

A los jugadores les da igual meterse en estos jardines porque no hay nadie que les tosa. El principio de autoridad brilla por su ausencia en una caseta en la que la sensación de improvisación constante también ha afectado a la dinámica del grupo, cada vez menos grupo y más suma de individualidades. En las situaciones que requerían dar un paso al frente, Gary Neville ha mostrado síntomas de debilidad. Por eso, entre otras cosas, hay un 'cerrojazo' indigno y bochornoso en Paterna. Y eso los futbolistas los ‘huelen’. Lo palpan. Es uno de los viejos dichos del fútbol: o la plantilla respeta al entrenador, o se lo come con patatas y guarnición. No hay término medio. Un vestuario de élite es un pulso constante y diario entre cuerpo técnico y plantilla. Y, a fecha de hoy, es bastante evidente quién está perdiendo. El Valencia actual es un parque de atracciones abierto veinticuatro horas en el que los niños juegan a su antojo.

Existe una corriente de aficionados que piden la cabeza de los jugadores del banquillo que rieron ante el sainete que estaban presenciando. Mirémoslo de otro modo: el cachondeo es más fácil de digerir que el pasmo y la preocupación que deberían reinar ante semejante esperpento. O reímos con lo sucedido o lloramos desconsoladamente, porque el ‘affaire’ de la banda de Mestalla es el equivalente a los cuernos de Vicent: una consecuencia, un desenlace lógico a una concatenación de situaciones prolongadas en el tiempo. Anécdota tras anécdota, suceso tras suceso, los apologetas han ido ganando la partida del disimulo. De tanto quitarle hierro a lo que veíamos a diario, hemos propiciado un Valencia anémico a todos los niveles.

La evidencia es tan grande que, por mucho que nos joda, es la primera vez en la historia en que los indocumentados análisis 'de oídas' que se hacen fuera de Valencia coinciden casi a la perfección con lo que palpamos aquí a diario. Y eso es muy duro. Durísimo.

A estas alturas, el Valencia se puede dar con un canto en los dientes en cuanto a puntos en el casillero. La actual no es una crisis puntual, sino estructural. No puede achacarse a la mala suerte, sino a una machacona y desesperante reiteración en el error. No puede apelarse a tendencias ni dinámicas, dado que todos los ingredientes para el desastre estuvieron en la cocina desde el primer instante en que se supo que Peter Lim, con su lista de ventajas pero también de peajes (véase: George Mendes) optaba a la compra del club. El pasado verano se pusieron los fundamentos de una temporada desastrosa. Cuando las cosas se hacen mal, se pueden ganar partidos, pero perder es lo normal. Perder es lo normal contra equipos competitivos y, si a la suma de decisiones nefastas en la gestión y en lo deportivo se le añade coyunturalmente la desidia sobre el césped, también contra equipos reguleros tirando a malos. No hay más..

Nos sentimos como Vicent, heridos en nuestro orgullo pero también rabiosos por haber 'visto' y no 'interpretado' lo que sucedía ante nuestras narices. Nos damos cuenta de que esa sensación de vivir a salto de mata que emanaba de la planta noble de Meriton era, efectivamente, una realidad. Los maestros en el arte del birlibirloque – ahora se desmarcan, pero no hay recule que valga capaz de borrar tanta infamia vertida interesadamente – quisieron hacer creer a la gente que había un plan maestro detrás de todo y que, un día de estos, todas las piezas encajarían y el Valencia será una máquina de jugar al fútbol, de generar ingresos y de ganar títulos. Pero la realidad es que, hoy por hoy, absolutamente todo es una oda a la improvisación más ‘naif’ propia del que tiene dinero pero no tiene conocimiento respecto a cómo se gestiona un club de fútbol. Que, por mucho que se empeñen, no es una empresa más. Sus mecanismos no son los mismos, los parámetros por los que se rige no son los mismos y su ‘cliente’ –el aficionado- no es ni mucho menos tan indulgente como le gustaría al dueño de la tienda.

A Vicent, después del divorcio de su mujer, le quedaba la amargura de no haberse dado cuenta antes. Eso, y la compañía de sus amigos, claro. Y tomarse unas cañas en el bar mientras veían por la tele a su equipo de fútbol de toda la vida. A nosotros, en cambio, sólo nos queda desear que Peter Lim se tome en serio al Valencia de una vez en lugar de perpetuarlo como cortijo de amigachos y convertirlo en una propiedad más de la que presumir ante el príncipe de la Corona Johor. Nos queda eso… y que la temporada acabe lo antes posible.

NOTA DEL AUTOR: Los géneros de la fábula amorosa son reversibles, y me gustaría recordar a todas las Vicentas valencianistas que también padecen estos desengaños sentimentales (y futboleros). También todos somos Vicenta.

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