«No es, ni mucho menos, un sentimiento aislado o achacable a un hecho puntual (…). Un análisis de ese tipo corresponde, como no, a la visión simplista que suele darse desde Madrid para explicar algo que no son capaces de entender. Cada generación de valencianistas ha tenido sus motivos para cogerle manía a ese equipo, explicaciones muy diferentes y sin embargo complementarias.»
Todo ser humano es producto de su tiempo. En el fútbol, especialmente, gran parte de las emociones, afinidades y sentimientos de pertenencia a unos colores vienen marcados por lo sentimental, lo geográfico pero, principalmente, por lo temporal. No hace falta que recordemos los ejemplos en los que una etapa de vino y rosas, como recientemente vivió el Barcelona de Guardiola, se tradujo en un repentino aumento de simpatizantes que buscaban la forma y el fondo, ganar y jugar bien, lograr el objetivo dejando un grato recuerdo en el paladar por el camino.
También sucede a la inversa: las hostilidades y odios coyunturales pueden encontrar una explicación bastante atinada en el momento histórico en el que se enmarcan. Valencia, la Comunitat Valenciana en general, ha vivido épocas de vaivén futbolero, de choque cultural entre la raigambre y acervo de clubes con solera como siempre han sido Valencia y Levante, dos entidades con su historia, con su identificación y su enjundia, que han resistido a la colonización del totalitarismo más salvaje en la forma de Barcelona y Madrid, los dos actuales representantes de ese modelo global que tanto dinero mueve y cuya expansión tanto conviene a aquellos que manejan los hilos.
EL CAMBIO DE PARADIGMA: ROIG Y MIJATOVIC
Dejemos a un lado la dialéctica en clave granota para centrarnos en una escaramuza que va camino de la leyenda, unida al calificativo de “antimadridista” que se ha instaurando en el Cap i Casal para hablar del club merengue. Sí, Valencia es actualmente territorio comanche para los blancos. Lo es desde hace muchos años, pero no siempre fue así. Pueden hallarse grupos claramente diferenciados, y que cada lector asociará a su particular realidad social y entorno en el que vive. En mi caso, se reduce a tres segmentos: el valenciano que es madridista o barcelonista, el valencianista acérrimo que no traga a Barcelona ni Real Madrid, y el valencianista que mantiene una férrea oposición a todo lo que huela a merengue y al que, francamente, el Barcelona le da exactamente igual. Este último grupo, insisto, es mayoría en los círculos en los que me muevo.
Como decía, no siempre fue así. Recordemos aquel Mestalla añejo de finales de los setenta y principios de los ochenta, con Kempes melena al viento como icono y un par de títulos que ayudaron a consolidar una masa social que empezaba a incorporar cada vez más elementos jóvenes a sus filas. Fueron tiempos en los que la militancia se tradujo en gradas de animación, grupos ultras (en el sentido más animoso del término, lejos de la violencia que el concepto acarreaba en el Reino Unido) y mucho valencianismo en vena, un sentimiento particularmente exaltado cada vez que el Barcelona pisaba la capital del Turia. Los culés eran el enemigo público número uno, puede que más por motivos geopolíticos que estrictamente deportivos; el Madrid, en cambio, era en muchas ocasiones “un partido más” para la parroquia que acudía cada quince días a la Avenida de Suecia. Incluso se podían detectar muchos infiltrados en la grada que celebraban alborozados los goles madridistas sin ningún pudor.
Paco Roig cambió el paradigma. No entraremos a valorar cómo se hizo con el poder, cómo se asignó un sueldo como presidente (inaudito en aquella época) y cómo invirtió dicho dinero en adquirir acciones del club para ampliar su cuota de mando. Tampoco recordaremos la fastuosa venta de dicho paquete en 2004 a la familia Soler a cambio de 31,5 millones de euros (5.240 millones de las antiguas pesetas, la cifra se me quedó grabada a fuego en mi mente veinteañera ante semejante barbaridad), escenificada en una rueda de prensa en la que terminó su alocución con un “Amunt Valencia!”. Que eso lo valoren otros, ustedes por ejemplo. Sí que hay que concederle al ‘Tronaor’ que supo movilizar a las masas como ninguno hasta ese momento, y que (inteligentemente) supo virar el eje de Cataluña hacia la capital de España, hacia “la Capital”, “la Meseta” y tantos y tantos sobrenombres por la que la conocemos desde entonces. Al Valencia le habían perjudicado ingentemente en décadas anteriores, pero no fue hasta su etapa como dirigente que alguien puso el grito en el cielo: cada visita al Bernabéu iba seguida del correspondiente arbitraje controvertido, sí, pero ahora se denunciaba en tono alto y claro. Paco Roig podrá gustar más o menos, pero no se le puede negar ese mérito. A ello contribuyó la consolidación de una prensa deportiva valenciana con carácter propio, muy pirotécnico eso sí, pero que sirvió para acentuar todavía ese proceso de diferenciación. En Valencia seguiría (y sigue) habiendo mucho simpatizante madridista o culé, pero la línea trazada en la arena ya nunca se borraría.
El asunto definitivamente se nos fue de las manos en verano de 1996, cuando un Lorenzo Sanz interino tras la salida de Mendoza quiso complacer al recién llegado Fabio Capello firmando, a golpe de talonario, a Pedja Mijatovic. Pero que nadie se lleve a engaño: el antimadridismo ya existía antes del montenegrino, y ha seguido existiendo después. Una corriente sentimental no surge de forma esporádica ni a raíz de un hecho puntual; la huida del atacante, eso sí, sirvió como gota que colmaba el vaso. Más de mil doscientos millones de pesetas de la cláusula más el 16% de IVA: en total, cerca de 1.500 millones que a Sanz le supieron a gloria, dado que Pedja le acabaría dando la Séptima al equipo de Chamartin ante la Juventus. Ah, por mucho que se empecinen en poner siempre en los resúmenes de aquel partido la repetición con la toma de cámara más difusa de la jugada… en clarísimo fuera de juego. La tradición es la tradición.
Para la historia queda el puñado de visitas de Mijatovic a Mestalla con la zamarra merengue, auténticas exhibiciones de visceralidad en las que el coliseo de la Avenida de Suecia rugió como nunca. Si bien en los libros de historia sólo suele merecer mención el regreso de Figo al Camp Nou y aquellos 110 decibelios cuando saltó al césped, Valencia se convirtió para siempre en plaza incómoda para los capitalinos. Y lo hizo no por despecho, sino por argumentario futbolístico: pocas veces el pueblo ha estado tan enardecido como tras aquel legendario 6-0 en Copa del Rey, con un Valencia pletórico ante un Real Madrid desarbolado, con el propio Mijatovic en la plataforma de salida (un mes después sería presentado como futbolista de la Fiorentina) y con los impagables comentarios de José Ángel de la Casa y José Miguel González Martín del Campo, ‘Michel’, que aguantaron estoicamente el meneo desde los estudios centrales de Televisión Española.
PARIS COMO CATALIZADOR
Acababa el siglo XX y el Valencia se hallaba en un momento dulce a nivel deportivo, con los líos sociales de toda la vida y con un crecimiento y consolidación del proyecto que le había llevado a conquistar la Copa del Rey en la Cartuja. Ranieri había dejado la base, y Cuper la potenció: en la 1999-2000, el equipo arrasó en su primera participación oficial en Liga de Campeones hasta alcanzar la final tras varias exhibiciones históricas ante Lazio en cuartos y Barcelona en semis. Así llegó la fecha señalada, con uno de los mayores desplazamientos que se recuerdan en la historia del club a Paris, ciudad del amor y que, en clave valencianista, siempre estará asociada a la amargura.
El Valencia no supo jugar aquella final ante un equipo acostumbrado a partidos de ese calibre. Cuentan en el vestuario madridista que el partido empezó a decantarse el día anterior, cuando vieron los rostros congestionados por la presión y la responsabilidad de la plantilla valencianista. El choque no tuvo historia y, una vez más, el torneo no se lo llevó el mejor equipo durante toda la competición, sino el que supo aprovechar su oportunidad. Si había alguna duda de quién era el rival al que más ganas se le podían tener, Paris selló definitivamente el boleto. Aunque, siendo francos, el Valencia tenía más motivos para estar enfadado consigo mismo que con el rival.
Saint-Denis fue otro punto de inflexión más, otra palada más en la profunda zanja abierta entre el Cap i Casal y el equipo de Chamartín. Si unos años antes habían sido la agitación roigista y los argumentos futboleros, ahora los valencianistas miraban con recelo a la capital porque habían comprobado que sí, que podía competir de igual a igual. Que el Valencia era un grande en España y en Europa. El sentimiento de pertenencia al club, ya sin Roig en el escenario desde hacía años, era más fuerte que nunca: el Valencia siempre había sido un equipo potente, pero ahora llegaba a finales de Champions, luchaba de poder a poder contra los grandes en aquellas Ligas de los partidos en abierto los lunes y las primeras plataformas digitales asomando la naricita (Canal Satélite Digital primero, Via Digital poco después).
La militancia era férrea, fiel y sin excusas: perder aquella final ahondó más en el orgullo del aficionado, destrozado en mil pedazos un año después nuevamente ante el Bayern de Munich en San Siro. Parecía que el club no podría levantarse de un segundo golpe tan duro. En los medios nacionales, de hecho, dieron por liquidado el proyecto campeón de aquel Valencia tras el aterrizaje de un tal Rafael Benítez, un novato que venía a paliar la salida en verano del técnico Héctor Cuper rumbo al Inter, y que también había perdido a un referente en el campo como Mendieta tras su espantada hacia tierras romanas.
No podían estar más equivocados.
DEL “PUTA ANTENA 3” AL RODILLO MEDIÁTICO
Han pasado los años y David Albelda recuerda con sorna aquellos días que, sin embargo, sirvieron para solidificar la personalidad de un mediocentro que estaba a punto de cumplir 24 años. Para la historia queda su marcaje al hombre del ‘galáctico’ Zinedine Zidane, que jamás hubiera esperado un recibimiento tan ‘efusivo’ en su aterrizaje en España. En el partido inaugural de la 2001-2002, el Valencia jugó con solvencia, el valenciano ‘secó’ al francés, a Figo se le fue la pinza y acabó expulsado y Angulo, el chico para todo de aquel equipo, anotaría el postrero 1-0. Ya por aquel entonces, el dominio de los medios madrileños por parte de Florentino Pérez era ejecutado con mano de hierro. No existían “Los Manolos”, pero el servicial Grupo Telefónica (a través de Antena 3) sí estaba al quite para demonizar al centrocampista blanquinegro durante semanas (literalmente, semanas) por su marcaje a Zidane. “Violento”, “agresivo”, “brusco”, “antideportivo” y demás calificativos se reiteraron una y otra vez. El sambenito de Albelda nació aquella noche de agosto, y todo porque había osado interponerse, él y sus diez compañeros, en el camino hacia la dominación mundial del Madrid de los ‘Galácticos’.
Coincidieron en el tiempo aquel Madrid de los Figo, Zidane, Ronaldo y Beckham (por este orden) con el Valencia más sólido de todos los tiempos. Estilos diferentes, entrenadores diferentes, mismo resultado cada vez que se visitaba el Bernabéu: escandaloso atraco que era silenciado en los medios nacionales por el rodillo mediático del club de Chamartín. Particularmente insidiosas eran las crónicas en la Televisión Española de Urdaci (“ce-ce-o-o”) y Antena 3, cada vez más rimbombantes tras comprobar que el Valencia no tenía pensado doblar la rodilla ante los ataques. En Mestalla se contaba con medios de la tierra como RTVV, pero no eran ni mucho menos tan virulentos en su defensa del club. La balanza estaba desequilibrada. Y, como siempre que hay un desequilibrio, el pueblo reacciona espontáneamente: pronto se convirtió en clásico de Mestalla aquel “¡Puta Antena 3!” tan sonoro e inconfundible (para desgracia de sus redactores en Valencia ajenos a la línea editorial impuesta desde Madrid), producto del hastío por el trato diario en los medios nacionales. El panorama se había aclarado: si el antimadridismo en los noventa había sido producto de un cambio de eje y ascenso deportivo, y entre 1999 y 2001 se exacerbó por la lucha en igualdad de condiciones ante el conjunto merengue, el sentimiento de aversión a partir de entonces tendría un fuerte componente mediático y comunicativo.
Pertenezco a este último grupo. Ni mucho menos me considero un ‘hooligan’, pero es cierto que existe una etapa en la vida (principalmente, la adolescencia e inicio de la madurez) en la que todos los estímulos externos doblan su potencia y susceptibilizan más al ser humano. Crecer en una Valencia acosada diariamente por una programación deportiva zafia, subjetiva, parcial y con ataques constantes hacia el club, salpimentada por loas inacabables al ‘Ser Superior’ (el hombre que hace poco dijo, con cierto tono de resignación, que “no todos los medios son del Madrid”, como si lo vergonzoso fuese eso mismo y no lo contrario) y los publirreportajes perennes en televisiones y prensa nacionales a las estrellas merengues… fue duro. Día tras día tras día. Eso no hay Dios que lo aguante. Incluso dudo de que el hincha madridista ponderado vea semejante rodillo con buenos ojos. Lo dicho: crecer en un entorno mediático tan asfixiante crea una resistencia natural. Así surgió el antimadridismo mediático: muchos jóvenes aficionados al fútbol crecieron aquellos años y desarrollaron una tirria y recelo no al Real Madrid como club de fútbol, sino a su entorno mediático y a todo lo que arrastra.
Los atracos en el Bernabéu comenzaron a hacerse más y más frecuentes en esa década hasta adquirir definitivamente el carácter de cita anual e imprescindible. Hasta entonces, su presencia había pasado casi inadvertida, apoyada en la habitual superioridad madridista en su feudo. Sólo quedaban vestigios puntuales, un par de veces cada década, recordatorios de que ganar allí era una tarea casi imposible no sólo para el Valencia, sino para el resto de equipos. La pátina de competitividad que Benítez confirió a su escuadra obligó a los locales a echar mano del jugador número doce en más ocasiones de las previstas.
En la memoria queda aquel gol anulado por Pérez Pérez a Ilie en 2002 (“tenemos que hacer aquí el doble para conseguir la mitad”, dijo Benítez); la roja injusta a Aimar en 2003 a cargo del ínclito Pino Zamorano (Salgado se retorcía de dolor en el suelo por una acción que ni siquiera fue falta); el infame penalti que no era tal que Tristante Oliva señaló sobre Raúl en febrero de 2004, que desde la Federación de Judo se calificó de ‘Ushiro Nage’ para justificar lo injustificable (el autor de la frase, por cierto, fue Alejandro Blanco, actual presidente del COE; para que luego digan que no se premia la sinvergonzonería); la expulsión de Albelda en 2010 por una mano que no era tal (Pérez Lasa fue el verdugo en esta ocasión, como en otras tantas); el offside inventado a Soldado en 2013 por parte de Muñíz Fernández… Y eso, sólo en una década. En Madrid. En Mestalla también hemos tenido la correspondiente ración de errores arbitrales, como la histórica ocasión en que Sergio Ramos agarró en 2006 el balón con las manos dentro de su área y el trencilla Mejuto González no señaló penalti; o la famosa mano de Higuaín en 2011 que J.A. Teixeira Vitienes se tragó (“le di con el pecho”, se descojonaba el argentino tras el partido).
Todo lo anterior (y la enumeración de árbitros adjunta, lo mejor de cada casa) demuestra, al menos, que los choques entre Real Madrid y Valencia en los últimos quince años han sido disputadísimos, encarnizados y muy calientes. Y muy igualados por regla general. De ahí que la rivalidad se haya mantenido, consolidado y potenciado hasta el punto de poder sentenciar que sí, que existe un antimadridismo generalizado en la capital del Turia. Pero no es, ni mucho menos, un sentimiento aislado o achacable a un hecho puntual. No fue "por lo de Mijatovic", queridos. El asunto tiene ya por lo menos dos décadas de largo recorrido. Un análisis de ese tipo corresponde, como no, a la visión simplista que suele darse desde Madrid para explicar algo que no son capaces de entender.
Cada generación de valencianistas ha tenido sus motivos para cogerle manía a ese equipo, explicaciones muy diferentes y sin embargo complementarias. Jamás un club como el Madrid será capaz de dejar de crear animadversión si no es capaz de mirarse al ombligo y detectar por qué el aficionado común recela de dichos colores. Las ínfulas de Florentino Pérez podrían ser una buena explicación para el panorama actual. O el comportamiento de ‘vedette’ de Cristiano Ronaldo, su principal referente en el campo y cuyo ejemplo pataleando cuando no anota u obviando celebrar los goles de sus propios compañeros no es precisamente educativo. Valencia no es la única plaza en la que el Real Madrid genera antipatías. Pero sí es de las pocas que se ha atado los machos y ha saltado al césped a explicárselo al conjunto merengue cuerpo a cuerpo, cara a cara, de poder a poder.
Este sábado, otro episodio más. Ojalá jueguen once contra once y gane el mejor.