El 3 de febrero de 2016 entró por la puerta grande en el libro negro de la historia del Valencia CF –y, me atrevería a decir, en la historia del fútbol mundial- con uno de los ridículos más grandes que se han presenciado en el balompié moderno.
Hace unos días escribía sobre la Copa del Rey y el Valencia. Definía a los de Neville como la ‘cenicienta’ del bombo, “el púgil aspirante a la gloria sin nada que perder”. La realidad me ha dado la razón. Para mi desgracia, se pasó de frenada al hacerlo: tanto, que dejó la otra frase (“es francamente difícil hacer mayor ridículo que el visto esta temporada en muchos partidos”) a la altura del betún.
Son los riesgos que cualquiera corre este año al hablar de un equipo que nos está succionando la vida a capazos. Guantazo a guantazo, revés a revés, hostia a hostia. La miseria futbolística no conoce fin, después de conquistar el terreno previamente ocupado por la vergüenza torera, huida hace meses de esa caseta para dejar como delegadas a la desidia, la ineptitud y la improvisación. El Valencia es esta temporada un quebradero de cabeza para cualquier juntaletras que, como servidor, trate de escudriñar en los datos y ofrecer cada semana algo más que una simple columna de opinión. No hay manera. Sin embargo, todavía podemos considerarnos afortunados: para el aficionado de a pie su Valencia es, directamente, una pesadilla sin final en el horizonte. Una broma de mal gusto. Un insulto sin precedentes.
El 3 de febrero de 2016 entró por la puerta grande en el libro negro de la historia del Valencia CF –y, me atrevería a decir, en la historia del fútbol mundial- con uno de los ridículos más grandes que se han presenciado en el balompié moderno. Un bochorno que ha convertido al club en el hazmerreír de toda España y –cosas de la globalización- de gran parte del universo futbolístico, acostumbrado a hablar antaño con cierto respeto e incluso admiración de un club con talla y enjundia y al que ahora, semana tras semana, todos ven deshilacharse y descoserse hasta extremos impensables. El ‘siete’ del Barcelona no sólo supone una muestra del poderío blaugrana sobre el césped: es la constatación de un fracaso deportivo, el enésimo en la última década y el primero de la era Peter Lim.
Recuerdo Karlsruhe. Recuerdo ver el partido con mi padre en el sofá de casa. Los detalles del partido en Telecinco, por fortuna, son difusos. No lo fueron las caras de familiares, amigos y conocidos al día siguiente: rostros larguísimos, miradas perdidas, una pesadumbre sobrecogedora en toda la ciudad. La escuadra alemana y su martillo pilón de efectividad aquella noche hicieron besar la lona al valencianismo. Una patada en plena boca, un gancho de derecha al mentón. KO. El Valencia tardó en levantarse, y cuando lo hizo, la temporada –ilusionante en sus inicios- había acabado con la mediocridad como seña más destacada. Veintidós años después, volví a ver las mismas caras el pasado jueves por la mañana en la calle, en los bares y en el trabajo. El pueblo, como su equipo, se sentía noqueado.
Analizar futbolísticamente la debacle del Camp Nou es, a la vez, la tarea más sencilla y ardua del mundo. Todo lo que podía salir mal, salió mal. Y todo lo que podía hacerse mal, se hizo mal. Cortito y al pie. Desde la alineación –mal día para improvisar por las bandas- hasta el estilo escogido, obviando la presión al central menos hábil con la bola en las filas blaugranas -Mathieu-, pasando por la desidia de la medular en la presión sobre Busquets –el partido más cómodo de su vida-, el horrible estado de forma de André Gomes, la bisoñez de Danilo Barbosa, la ‘sobrada’ de Parejo que supuso el quinto gol, la falta de ayudas a un Barragán absolutamente humillado por Neymar, la ausencia de ritmo de Siqueira… Todo. Todo, todo, todo. Y todos. Incluyendo al cuerpo técnico y, por descontado, a Gary. El primer partido ‘serio’ del de Bury desde que está en España se saldó con una goleada que, siendo francos, pudo haber entrado tranquilamente en dobles figuras. No, no bromeo: un 10-0 no hubiese sido descabellado, viendo los balones estrellados en el palo y las ocasiones no materializadas por los de Luis Enrique.
Inciso en forma de anécdota: el técnico culé había arengado a su plantilla dos días antes del partido, y les pedía que saliesen a ‘morder’. A apretar. Porque sabía de la debilidad valencianista, de la fragilidad de un equipo cogido con pinzas. Y los jugadores, encantados de la vida, hicieron sangre. Esto es fútbol profesional, y aquí no hay sitio para ‘primaveras’.
La humillación fue tal que, durante varias horas, articular palabra se hizo complicado. Fue necesario un tiempo prudencial para enfriarse y calmar el ‘calentón’. Muchos no pudieron pegar ojo ante tanta infamia. Particularmente duro fue el regreso de los aficionados desplazados a Barcelona, abochornados, avergonzados, carne de chanzas y cachondeo en territorio hostil. No se merecían eso. Ningún valencianista lo merecía. Pero ocurrió. Y, en la digestión de la debacle, se aprecian más detalles que ponen a cualquiera en alerta máxima.
Porque el equipo sigue desmoronándose jornada a jornada. Porque el descenso está a dos partidos de distancia, aunque haya jugadores que insistan públicamente en el objetivo europeo. Porque, salvo el día del Sporting (¡y perdiste ese partido!), el Valencia no ha sido superior tácticamente a ningún equipo en los últimos dos meses. Porque el ridículo espantoso del otro día ha abierto la veda trincherista de nuevo y el cajón de las facturas, en uno y otro bando, está a rebosar. Porque, en un momento que debería ser de total responsabilidad por parte del entorno y con la necesidad de remar todos juntos, se filtran Whatsapps bochornosos y se publican fotos de la vida personal de algunos futbolistas mientras se tapa indignamente y sin vergüenza ninguna la poca profesionalidad de otros, que para eso son amiguetes. Porque nadie dentro del club coge el toro por los cuernos, y ya llegan varias semanas tarde.
Dijo Mustafi que el vestuario estaba “en la mierda” tras lo del Camp Nou. Skhodran se equivoca: está rozando la mierda, pero a apenas cinco puntitos de chapotear y revolcarse en ella
Las estampas de las últimas horas entre jugadores y aficionados pidiendo explicaciones constatan, del mismo modo, una verdad palmaria desde hace más de un año: el alejamiento progresivo, cada vez mayor y más evidente, que existe entre la entidad y su propia masa social. Una alienación que es achacable a políticas de precios erróneas, falta de empatía con el seguidor de a pie, una ausencia total de visión a medio y largo plazo en la relación con el aficionado y una política comunicativa que cada vez descansa más en la ‘bunkerización’. En lugar de tender a mano a tu gente, la escondes. En lugar de apoyarte en ellos, te ocultas. Cuatro o cinco tuits ingeniosos no bastan. El valencianista quiere hombres que ofrezcan rostro y voz a noches como la del miércoles. Suso García Pitarch y Cheryshev fueron los que, en primera instancia y con el cadáver del ridículo todavía caliente, salieron a dar la cara. La sensación que se transmite, por tanto, es la de una afición que no se reconoce ni se siente representada por su equipo… y un equipo que tiene miedo de su propia afición. Desolador panorama.
Siempre he pensado que, en la vida, sólo se aprende a base de hostias. La de esta semana fue -y no es una frase hecha- de las que hacen época. Hora de abrir los ojos. Levantarse de la lona. Remar. Ganar cinco partidos en Liga. Dar la cara en Europa. Y terminar el año dignamente. Ya es imposible terminarlo bien –se han hecho demasiadas cosas mal-, así que quedémonos con la dignidad como mal menor. Esa que, junto a un escudo con 97 años de historia, fue arrastrada sin pudor el pasado miércoles en Barcelona.
De lo demás… ya hablaremos en verano.