La posibilidad de alzarse con la octava Copa del Rey en la historia del club, justo en el año en que se cumplen 75 años de la conquista de la primera, no deja de resultar paradójico en mitad de una campaña en la que precisamente las señas de identidad y la identificación del aficionado con su equipo atraviesan un momento de turbulencias.
A estas alturas de la película, el Valencia ya ha decidido. ‘All in’. Todas las fichas de la mesa han ido al rojo, a la Copa, un torneo devaluado durante años pero que, en medio de una temporada convulsa, es uno de los pocos elementos estables a los que asirse.
La Copa mola. Siempre lo ha hecho. Mucho más en el caso del Valencia, cuyo mantra favorito (“bronco y copero”) tiene el sabor añejo de lo ‘vintage’, de lo glorioso, de noches épicas y celebraciones para la historia. Ni siquiera la ineptitud de la Federación ni los infames horarios del señor Tebas han podido matar a un torneo que precisamente vive de lo inesperado, de las sorpresas que deparan los cruces y de que, de vez en cuando, David se ‘cargue’ a Goliat.
Seamos francos: el camino del Valencia hasta las semifinales del torneo ha sido, sobre el papel, uno de los más sencillos que se recuerdan hasta donde alcanza la memoria. Por este orden: un equipo de la categoría de bronce, un conjunto en puestos de descenso y, en cuartos de final, el penúltimo de la tabla en Primera. Barakaldo, Granada y Las Palmas: un cuadro que firmaría ya mismo cualquier equipo aspirante a alzarse con el trofeo. Esa es la grandeza de la Copa. Que, en una de las peores temporadas a nivel futbolístico de la última década, los de Neville se hayan ganado el derecho a disputar –como mínimo- ocho de los nueve partidos necesarios para conquistar el título.
Podemos hablar, sin miedo a exagerar, de miseria futbolística de cara al aficionado blanquinegro en los dos últimos meses. De querer –a veces- y no poder –casi siempre-. La nefasta racha en Liga de diez jornadas sin ganar ya ha superado guarismos de infausto recuerdo. Por primera vez en décadas, sacar a colación el fantasma del descenso no ha sido una boutade. El fútbol practicado por el Valencia no enamora, ni mucho menos convence, ni siquiera alcanza el mínimo exigible. Los partidos en Mestalla se han convertido en los últimos tiempos en un ritual repleto de abnegación en el que el sufrido aficionado arranca una cuenta atrás, del minuto 90 hasta el 0, para marcharse a casa con un ‘globo’ de campeonato y echando espuma por la boca. Eso, para los que lo viven; la mayoría, en cambio, viene optando por la resignación silenciosa.
Pero… insisto, nos hallamos a ciento ochenta minutos de luchar por un título oficial. Algo que el Valencia no ha conseguido en ocho años. Y una situación, la de alcanzar unas semifinales, que no veíamos desde 2012. En medio de tanta miseria, un brote verde tan ilusionante como suculento. La teoría de los contrastes, supermineralizada y valencianizada.
La posibilidad de alzarse con la octava Copa del Rey en la historia del club, justo en el año en que se cumplen 75 años de la conquista de la primera, no deja de resultar paradójico en mitad de una campaña en la que precisamente las señas de identidad y la identificación del aficionado con su equipo atraviesan un momento de turbulencias. La alienación a la que se ha visto sometido el hincha con una serie de movimientos drásticos por parte de la propiedad (desmantelamiento de la dirección deportiva, un entrenador plenipotenciario, fichajes discutibles en cuanto a precio y rendimiento inmediato, desconexión entre vestuario y cuerpo técnico, destitución del entrenador, política de ‘ticketing’ desconcertante y errática con los abonados, fichaje de un técnico sin experiencia que no habla el español, incorporación de un nuevo responsable deportivo, recuperación de figuras representativas que sirvan como nexo con la afición…) ha acabado pasando factura de manera inevitable. El gris se había apoderado de nuestras vidas. Sigue tiñéndolas, de hecho. El próximo fin de semana hay partido liguero, y habrá que saltar al campo a dar la cara. Pero la Copa… Ay, la Copa. El aficionado de a pie arquea una ceja al nombrarla. Deja la monotonía y el hastío deportivo de este año a un lado, y presta atención. Se motiva. Se viene arriba. Se ilusiona.
La atemporalidad de análisis como el presente obliga a no detenerse en detalles concretos. Dado que, entre otras cosas, cualquiera de los hipotéticos rivales en semifinales es –a fecha de hoy- mucho más equipo que el Valencia. FC Barcelona, Sevilla y Celta de Vigo, en caso de encuesta entre sus futbolistas, considerarían a los valencianistas la ‘cenicienta’ del bombo. El Valencia es el ‘underdog’, el elemento inesperado, el púgil aspirante a la gloria sin nada que perder –es francamente difícil hacer mayor ridículo que el visto esta temporada en muchos partidos- y mucho, muchísimo que ganar.
La Copa mola porque colorea a futbolistas plomizos y cambia la cara a equipos catatónicos. Como ocurría en 2008 –con el gigantesco matiz de que aquel era un ‘plantillón’ con jugadores de nivel mundial, al contrario que el actual-, el Valencia copero se parece al liguero lo que una escopeta a una sandía: el primero amenaza, crea peligro y dispara a matar, mientras que el segundo es un postre jugosito que suele caer devorado a dentelladas por rivales con hambre. En Las Palmas vimos atisbos de resurrección en alguna jugadita de Piatti, alguna subida por banda de Gayà, el despliegue físico de Enzo, el liderazgo de Mustafi en los minutos finales cuando el rival apretaba, la solvencia de La Roca Abdennour despejando a patadones todo lo que pasaba por ahí o la personalidad de Parejo en los minutos finales, aguantando la bola y contemporizando un partido que se le complicaba al Valencia. Incluso los cambios de Gary en el segundo acto fueron más que correctos en tiempo y forma.
En condiciones normales, ninguno de los hechos anteriormente enumerados pasaría de la mera anécdota. Pero en un momento como el que atraviesa el equipo, deben recibir el calificativo de hombrada, hazaña o gesta increíble. Pulgada a pulgada, detalle a detalle.
Sí, los equipos salen del hoyo a base de anécdotas. Más brotes verdes en medio de tanta miseria.