Un vaivén de sensaciones

La Champions se tambaleaba, la economía del club también, el futuro de muchos jugadores pendía de un hilo, de un único gol, el que separaba el éxito del fracaso, el cielo del infierno.


Es domingo por la mañana, me acabo de levantar y todavía sin desayunar me he puesto cara al ordenador. Quiero intentar transmitir con palabras ese vaivén de sensaciones que recorrieron todo mi cuerpo durante el partido que el sábado enfrentó al Valencia con el Almería sin que el transcurrir de las horas comience a minimizar ese sufrimiento continuo que finalizó con una explosión de alegría incontrolada tras el gol de Paco Alcácer y, sobre todo, con un descanso infinito al escuchar el pitido final del árbitro canario Hernández Hernández. Lo cierto es que la tarde se presentaba como no apta para cardíacos, que la incertidumbre iba a ser la constante desde el silbato inicial, pero lo que nunca llegué a imaginar es que lo fuera para tanto. Aunque con ciertas reservas, estaba convencido de que los hombres de Nuno habían aprendido la lección después de lo ocurrido ante el Celta y que el equipo iba a mostrarse mucho más sólido sobre el terreno de juego que seis días antes. Pero me equivoqué. El gol de Thomas a los nueve minutos con error incluido de Diego Alves, descompuso a los blanquinegros por completo. A los jugadores volvieron a temblarles las piernas. Y no sólo a ellos, también a mí. En ese instante, temí lo peor. Toda la temporada iba a irse al traste por no ser capaces de dar la cara ante dos rivales, a priori tan inferiores, como el Celta y el Almería.

Intentaba convencerme a mí mismo y a los compañeros que, junto a mí, participábamos en la narración del encuentro para la 99.9, Valencia radio de que la remontada era posible. Nos mirábamos a los ojos y no dábamos crédito. Otro golpe así, apenas 12 meses después del cabezazo de M,Bia, era demasiado injusto. El fútbol estaba siendo excesivamente cruel con la mejor afición de España. Sin embargo, cuando más negro pintaba todo, apareció la figura de la temporada. Como un cañón, Nicolás Otamendi se adelantó a los defensores rojiblancos para cabecear a la red un magnífico centro de Rodrigo de Paul. Apenas lo celebró. ‘Ota’ es un ganador y el argentino era consciente de que el empate seguía sin servir para absolutamente nada. Bueno no para él, pero estoy convencido de que sí lo hizo para muchos corazones valencianistas que sintieron un cierto alivio, conscientes de que ya solo quedaba otro gol más para asegurar el objetivo y regresar a la Liga de Campeones tres temporadas después. No obstante, el respiro no llegó a ser del todo profundo porque al mismo tiempo y en La Rosaleda, el Málaga se quedaba con diez por expulsión de Wellington. El Sevilla tenia 65 minutos por delante para aprovechar la superioridad numérica. Si los de Emery marcaban, los che se quedaban sin Champions.

Con ese runrún de que los astros no terminan nunca de alinearse, la defensa del Valencia hizo aguas y Soriano terminó por dejarnos sin aliento. El Almería marcaba el segundo, el Sevilla jugaba contra diez y el conjunto de Mestalla ni estaba ni se le esperaba. ¡Otro año más a nadar para morir en la orilla!. Como con Rivaldo, como con Negredo. ¿Sería posible que el fútbol nos diera de nuevo otro revés tan fuerte? Durante un cuarto de hora empecé a hacerme a la idea de que sí. Sin embargo, cuando la primera parte se encaminaba hacia su ocaso, Gayà sacó el guante que tiene en el pie izquierdo, Javi Fuego se disfrazó de asistente y Feghouli la empujó. Dos tiros entre palos y dos dianas. Esta sobre la bocina. Al descanso lo único positivo eran los marcadores, tanto el de Los Juegos Mediterráneos como el de La Rosaleda. Aunque la Tierra Santa del valencianismo tenía pinta de que acabaría por aliarse con el Sevilla…como así sucedió. Tras la reanudación, los tantos sevillistas fueron cayendo uno tras otro hasta colocarse 0-3 en el luminoso. Lo que acontecía en Málaga quedaba ya en un segundo plano. En Almería solo valía ganar o ganar o mi salud, como seguro también la suya, amigo lector, ser vería muy afectada.

La Champions se tambaleaba, la economía del club también, el futuro de muchos jugadores pendía de un hilo, de un único gol, el que separaba el éxito del fracaso, el cielo del infierno. Entonces emergió de lo que ya empezaban a ser cenizas, cual Ave Fénix, el más listo de la clase, el delantero que nunca desespera y sabe que en cualquier momento el contrario puede fallar. En el nombre del gol y del valencianismo que corre por sus venas, sólo podía ser él. Paco Alcácer esperó agazapado el fallo de Casado para cruzar hasta el balón al fondo de las mallas ante la salida de Rubén. Su grito al celebrar el gol fue el reflejo de la reacción que todos tuvimos en aquel minuto 80 de partido. El xiquet de Torrent, que con once años se enrolaba en la cantera de Paterna, devolvía al Valencia al lugar del que nunca tuvo que marcharse. Paquito trasladó la euforia a los hogares de todos los hinchas de su equipo, del que siente como suyo y lleva en el corazón. Todos respiramos en ese momento. El ceño fruncido de los minutos anteriores se transformó en una sonrisa algo nerviosa porque el encuentro no había finalizado. Tocaba sufrir un poco más. Es el sino del valencianismo. Pese a ello, todo acabó bien. Con abrazos, con besos, con fiesta, apretando el puño en señal de victoria. Un subidón de adrenalina que únicamente el fútbol es capaz de provocar. Un subidón que hoy, domingo por la mañana sigo sin desaparecer. Y ojalá éste sea el primero de muchos. ¡Ojalá!

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