El Valencia estacional de toda la vida

No importa el dirigente ni el propietario ni el entrenador ni los jugadores que habiten la casa de los valencianistas. No importa si es una época de éxitos o de vacas flacas. (…) El ciclo siempre empieza igual, y siempre acaba igual. Empieza con una gran ilusión, y acaba con una gran decepción. Vuelta a empezar.


Desde arriba, todo se ve mejor.

Años de encierro en un estudio de radio ejercen un efecto terriblemente liberador al pisar Mestalla. Ni siquiera es necesario hacerlo en un lugar de privilegio: ninguna Tribuna del mundo puede compararse a la sensación de estar en ‘tu’ sitio, con ‘tu’ gente, con ‘tus’ compañeros de asiento. Esta temporada hemos recuperado viejas costumbres en Gol Xicotet Alto. Ahí arriba, la vida se detiene. El frenesí semanal de estrés y trabajo se congela durante dos horas mientras veintidós tipos corren tras una pelota. Últimamente, la cosa se limita a once… y no precisamente los que visten de blanco y negro.

Esta temporada me ha dado por rumiar. Un poquito menos al principio de la temporada, pero ya se ha convertido en hábito desde septiembre. Subes las escaleras, limpias el asiento, posas tu trasero, echas hacia atrás la espalda… y rumias. Desconectas de tu parte física y cavilas sobre cualquier tema. Piensas en todo y, a la vez, en nada. No es complicado. Es más, el espectáculo invita a ello: noches como la del pasado sábado describen a la perfección el estado mental que empieza a instalarse en gran parte del tipo común que, como yo, patea las calles cada dos semanas rumbo a Mestalla esperando ver ‘algo’… y viendo ‘lo de siempre’.

Ha llegado el frío a una tierra cálida por antonomasia y, con él, la crudeza de la melancolía otoñal. Este Valencia muta con las estaciones cual árbol cuasi centenario, viendo sus hojas caer, congelarse, florecer y prosperar. Es un club estacional, como ha ocurrido siempre en ciclos de dos, tres o cuatro años. El nacimiento, la madurez, el declive, la muerte. El señor Peter Lim, procedente de una tierra de especial simbolismo, entenderá perfectamente el símil. El otoño lánguido se ha instalado en nuestras vidas y, por extensión, en la caseta de Mestalla. Y no tiene la más mínima intención de marcharse.

No importa el dirigente ni el propietario ni el entrenador ni los jugadores que habiten la casa de los valencianistas. No importa si es una época de éxitos o de vacas flacas. Ni siquiera importa la perspectiva de futuro ni el panorama mediático o social de la entidad. El ciclo siempre empieza igual, y siempre acaba igual. Empieza con una gran ilusión, y acaba con una gran decepción. Y vuelta a empezar. Una rueda que no es exclusiva de aquellos que peregrinan a Mestalla, pero que sí se vive en carne propia con especial vehemencia.

Todo empieza en la primavera. El gérmen de todo aquello pudo haberse ubicado en aquellos meses finales de Valverde. El equipo, desde luego, dio motivos para creer. Pero la semilla no floreció. Demasiada contaminación previa, demasiado lastre que soltar. La salida de la anterior directiva y la llegada de nuevos gestores abonaban el terreno para algo nuevo. Algo grande. En lo social, mientras el cainismo y los cuchillos volaban, unas tropas con menos armas que sus rivales pero un líder (Pizzi) con las cosas claras, vieron de cerca la victoria final. Aquel fatídico minuto 93 privó al Valencia de una final y un posible título de Europa League, pero dotó al club de algo mucho más importante: una ilusión a pie de calle exuberante, rebosante, plena, incondicional. Tan incondicional que, quizá, hubo quien sacó provecho de tanta felicidad. Sea como fuere, Lim aterrizó en Valencia con las ganas de capitalizar dicha ilusión y canalizarla para lograr el éxito. Todos a una. Todos juntos. Un escenario idílico, como esas estampas con sus enamorados paseando entre las flores primaverales.

El verano trajo el ardor de un estadio inexpugnable (así se mantiene a fecha de hoy, un año sin conocer la derrota en Liga) y un ambiente ‘caliente’ en el que cada equipo que venía rendía armas en la misma puerta. “Para qué pasar un mal trago”, debían pensar. El Mestalla fogoso fue el artífice de un idilio que parecía interminable. El batacazo de la Copa fue un aviso de que incluso la felicidad plena puede desembocar en amargura. El gol de Alcácer en Almería consumó la relación. El sol brillaba en todo lo alto para el Valencia. Ay, pero todos los romances de verano llegan a su fin. La culpa no es de uno ni de otro: simplemente, la llama de la pasión se apaga. La pasión de Lim por aquellos que habían facilitado su desembarco decreció conforme la guerra fría entre Nuno y Rufete se hacía cada vez más patente. Hubo que elegir, y Peter eligió a sus amigos. El verano tocó a su fin. El sol dejó de brillar.

Pensaba en todo esto mientras once tipos de amarillo le pintaban la cara al Valencia más perdido que recuerdo en años. Fue una noche terrible para estar ahí arriba, en lo alto, donde todo se ve mejor. Se vio claramente a los futbolistas correr como pollos sin cabeza. Se percibió nítidamente el rumor extendido por toda la grada, incluso cuando Alcácer había adelantado al equipo. “Nos empatan”, sentenció alguien en la fila de atrás. No hubo respuesta, porque todos pensábamos lo mismo. La resignación como compañera de asiento, en una noche de sábado gélida, otoñal, desangelada. Cuando Viera hizo el 1-1, alguno se levantó y se marchó. Quedaba media hora, pero había visto suficiente. Me siento incapaz de culpabilizarle: estar ahí arriba, presenciando semejante espectáculo, era uno de esos hitos diarios que jamás otorgarán medalla alguna que lucir. Ante dicha perspectiva, ¿quién podría resistirse al atractivo de huir a tiempo?

Nos quedamos. En silencio, sin aportar nada más que una mezcla de estupor y comprensión a la sinfonía de gritos e insultos que fue llenando la gélida velada como piedras de granizo. El otoño y su característica tristeza empezaban a mezclarse con la desidia (de los jugadores), la tragedia (del entrenador, sumido en su incapacidad) y la desesperación: un ‘barrejat’ de sensaciones incómodas que había que dejar salir de algún modo. “¡Nuno, vete ya!” Otro sonido familiar. “¡Burro, vete ya!” Vaya, este es nuevo. Todavía quedan poetas en la grada, capaces de coger un adjetivo singular, característico y équido, y combinarlo a un cántico de desaprobación para obtener una mezcla de lo más resultona. Mientras, en el césped, el rumbo seguía errante: lesión de Mustafi, amarilla a Enzo, paradón de Jaume, cuánto queda para que termine este suplicio… Todo en la noche del sábado remitía a este otoño perenne en el que el club está sumido desde hace meses, añorando tiempos mejores, más inocentes quizá, en los que la imaginación del pueblo volaba para relamerse con fichajes de talla mundial, un equipazo a la altura de los más grandes, gloria, victorias y festejos en una fiesta sin fin. Habría también que mirar, quizá, a aquellos que vendieron una realidad a la que Meriton no se había comprometido públicamente.

La caída de las hojas marca también el descenso en picado de la ilusión. Desde hace semanas, la masa (“voluble”, como decía Lucilla en ‘Gladiator’, aunque siempre empatizo con ella) ha dictado sentencia. La culpa es de (N)uno, aunque las responsabilidades (es de cajón) haya que repartirlas entre todos: jugadores, cuerpo técnico, directiva, asesores externos y máximo propietario. No hay Dios que arregle esto: no importa San Petersburgo (fue más de lo mismo, con camisetas de otro color enfrente), ni el Pizjuán, ni la Copa, ni el Barça. El emperador omnipotente no es Lim: es un ente con vida propia, y su nombre es Mestalla. La situación no tiene visos de dar un giro radical (es importante siempre darle a este Valencia el 1% del beneficio de la duda), así que Peter va a conocer en toda su crudeza la cara menos amable de Mestalla cuando se acerque despreocupadamente al estadio dentro de unos días, como ha hecho siempre, y las caras ya no sean de alegría, sino de mala leche. 

El pulgar ha sido bajado. Tardará más o menos. Ganará más o menos partidos. Acabará o no la temporada. Pero el idilio de Nuno con el Valencia CF no termina en final feliz en ninguno de los hipotéticos escenarios que pueden dibujarse a partir de ahora. Principalmente, porque al repaso que hemos hecho de este Valencia estacional, depresivo, resignado, lánguido y tristón… le falta una etapa todavía. Miren el calendario.

El invierno. El duro invierno. El cruel, inmisericorde, traicionero e implacable invierno.

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