El ansia

Los valencianos son impacientes por naturaleza; apenas se elogia al hombre ‘templao’ y se glorifica lo impulsivo, lo irreflexivo, lo irracional. Fallas con patas, tracas con lengua, la cabeza llena de castillos de fuegos artificiales.


Tachar días en el calendario, mirar continuamente el reloj desgranando horas y horas sin cesar. Aun queda para el domingo, y las dos semanas sin fútbol se hacen eternas. Los partidos de Selección, huérfana de valencianistas a los que poder bancar, tienen el mismo interés que las pachangas veraniegas. Con ellas pasas el rato, pero carentes de rastro alguno de la adrenalina que da la competición.

Dos semanas sin fútbol se hacen eternas. Más aún cuando el equipo está en racha, arrasa a sus rivales en Mestalla cada partido disputado en el coliseo y cada vez se muestra más solvente a domicilio. El ansia, el ‘mono’ de fútbol, arrastra al personal a leer los periódicos de arriba abajo, escuchar la radio a todas horas, ver los canales televisivos nacionales a mediodía para comprobar si aparece aunque sea un atisbo de su Valencia. Del tercero de la Liga.

El ansia campa a sus anchas por el Cap i Casal desde hace años. Se interiorizó como una cualidad más de nuestro carácter, que muchas veces se torna en uno de nuestros peores defectos. Los valencianos son impacientes por naturaleza; apenas se elogia al hombre ‘templao’ y se glorifica lo impulsivo, lo irreflexivo, lo irracional. Fallas con patas, tracas con lengua, la cabeza llena de castillos de fuegos artificiales.

El ansia evoluciona, crece y se reproduce. Engloba a todo un sector del entorno que, a falta de fútbol que llevarse a la boca, entiende los días sin noticias como la oportunidad perfecta para convertir lo anecdótico en importantísimo. Una forma como cualquier otra de convertir un día ‘muerto’ en una jornada ideal para ‘matar’ a algo o alguien, sea lo que sea. Lo que importa es criticar. Criticar, insultar, vilipendiar, hacer de menos, burlarse. Esa también es otra de nuestras señas: la ironía, el desparpajo, la mala baba. Pero el paso de los años, de las circunstancias y de las directivas ha eliminado el fondo noble o divertido que siempre hubo en cualquier ‘raje’. Ahora sólo podemos contentarnos con no resbalar con la bilis que encharca la actualidad y partirnos la cabeza.

Los caminos del ansia son inescrutables. Consigue darle la vuelta a una persona aparentemente cabal hasta convertirla en un mameluco capaz de giros argumentales imposibles e impensables. Capaz de ridiculizar e insistir en la ausencia de credibilidad de un medio de comunicación diariamente, para posteriormente indignarse hasta el extremo cuando un titular o noticia habla de que Gayà será el próximo fichaje del Madrid. ¿En qué quedamos? ¿El medio tiene credibilidad o no la tiene? ¿O sólo la tiene cuando nos de motivos para cabrearnos? El fondo de la cuestión vuelve a remitirse al ansia, a la necesidad de enfrentamiento y la presencia de un enemigo (sea el que sea) al que poder atacar.

Imagino que pasa en todas las guerras, cuyos efectos inmediatos son fáciles de percibir pero cuyas repercusiones a largo plazo son ondas expansivas que tardan en llegar. Los trece meses de proceso de venta dejaron un campo de batalla colapsado, con vencedores (los que siempre escriben la historia) y vencidos. Las nuevas formas remiten a actitudes más liberadas, más agresivas, menos cautelosas. "Venirse arriba", como se dice ahora. Todo vale. Hasta el insulto. El respeto espera escondido en un rincón a que se calmen las aguas para volver a hacer acto de aparición. Paradójicamente, las mayores muestras de humildad han acabado llegando de personas externas al club durante aquella oscura etapa: Nuno y su discurso sensato, Rodrigo y su autocrítica, el propio Peter Lim y su aversión a los focos… ¿Pero aquí? ¿Entre los propios valencianos? Ancha es Castilla.

El ansia de fútbol, de noticias, de fichajes, de ‘lío’, ya tuvo episodios lamentables en el proceso de venta. El ansia de saber provocaba que las noticias fuesen más rápidas que los hechos, que siempre se instaurase el miedo, el recelo, la duda, como mecanismos de agitación. El ansia no ayudó nada durante esos trece meses. Aunque imagino que mucha gente opinará lo contrario; una vez se toma decididamente una postura, es muy difícil recular por mucho que la mente mande avisos respecto al error.

El ansia es maleable y voluble como la nitroglicerina, y nadie se libra del riesgo de acabar chamuscado. Convierte a jugadores con prestigio mundial (Negredo) en paquetes a precio de oro por el único hecho de no meter goles, no importa lo mucho que genere juego, se esfuerce o ayude al equipo. Vilipendia a tipos profesionales (Alves) durante años por no ser de la tierra, hasta que su rendimiento y sus paradas acaban contestando con un mensaje alto y claro de autoridad.

Ahora, convierten a un chico de la casa (Gayà) en un paria por el mero hecho de ser prudente, de callar en medio del ruido de tanta campana y noticia bomba. Un chico cuyo padre se ‘chupaba’ a diario el trayecto Pedreguer-Paterna-Pedreguer (220 kilómetros) para entrenar mientras el joven repasaba y hacía los deberes en el asiento trasero. Un chaval que ha pasado por las manos de muchos técnicos de la cantera, quienes siempre han destacada su humildad y su madurez mental, impropia de alguien con 19 años. Ah, y que es más valencianista que el murciélago.

Un nano que tiene que ver estos días a gente como él (Jose Luis no deja de ser un aficionado más del Valencia) poniéndole a caer de un burro, llamándole pesetero, comparándole con Mijatovic (Jose Luis tenía un añito cuando Pedja se dio el piro a Madrid, dudo mucho que sea un espejo en el que mirarse) o estampando su cara en monedas de euro, Photoshop mediante. Y todo porque su renovación, que desde el principio apuntaba a negociación larga y complicada, no se ha cerrado todavía. Algo similar a las barbaridades que se le dijeron a Bernat en su momento porque el Bayern de Munich (un 'equipito') lo fichó: pasan los meses y Juan sigue tragándose todos los partidos del Valencia por satélite desde su casa en Bavaria. Porque una cosa es el sentimiento, y otra la profesión.

Sí: a veces, el ansia provoca cierto grado de vergüenza ajena.

De nada sirve querer un club grande si su masa social no trabaja activamente en ello a diario. Y el ejemplo de Gayà, como el de muchos otros casos, es una buena muestra. Imagino a estos días al aficionado madridista absolutamente descojonado de los efectos que un par de titulares y el ansia tienen sobre la militancia blanquinegra, capaz de repudiar a una de sus estrellas sin que el chico haya dicho ni media palabra. Por eso desde el exterior todavía no se nos respeta como club, como prensa, como ciudad y como región: en lugar que hacernos fuertes, resistir y cerrar filas, dar cariño al jugador para que se sienta abrigado en una situación que no es precisamente agradable… es más sencillo emplear el ansia como catalizador y liarnos a navajazos entre nosotros. La culpa es de Salvo, de Gayà, de Rufete, de los Toldrá, de la prensa… ¡Culpable! ¡Culpable! ¡Culpable! Una vez se entra en la espiral de acusar con el dedo, las risas a 350 kilómetros pasan a convertirse en estruendosas carcajadas. No podemos seguir cayendo en eso.

El ansia, sin embargo, tiene algo bueno. Sólo una cosa. El ansia sale de muy dentro, de las entrañas, del mismo lugar donde habitan los colores que cada uno defiende y sigue como su particular religión. Y ese sentimiento, una vez sentado en la grada, al ocupar el asiento correspondiente de tribuna, Gol Gran, Gol Xicotet o Grada La Mar, es gasolina para el equipo. Electricidad de alto voltaje. El domingo, la impaciencia de dos semanas sin fútbol dará lugar a una fiesta en Mestalla, como cada partido durante toda la temporada. Intratable, imbatible, inexpugnable. El rival merece todos los respetos y habrá que luchar. Pero ya dentro del coliseo. Dentro de Mestalla. Sólo ahí el ansia y las ganas pueden trascender en algo positivo.

Fuera del recinto, en cambio… no nos hace ningún favor. Ojalá fuese ya domingo.

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