La banda de Otamendi

… se bregó como nunca ante una retahíla de mediocentros que configuraron cuidadosamente un campo trufado de minas antipersona, lanzallamas, alambradas y algún que otro paquete bomba. Esa parcela de cuarenta metros en el Calderón fue el Somme, Normandía y las Ardenas, todo en uno.


No es sencillo embarrarse. Ni mucho menos. Requiere de un arte especial, mucha mala uva y pocos escrúpulos respecto a vestimenta e imagen. Unas cualidades que, en el mundo del fútbol, se han atribuido habitualmente a equipos pequeños, equipos “de barrio” a los que se etiqueta de forma peyorativa con dicho apelativo, escuadras limitadas en cuanto a calidad pero sobradas de testiculina, ambición y coraje. En un cara a cara limpio y neutro, el pez grande se come al pequeño. En el barro, en cambio, la mugre iguala las fuerzas.

El Atlético se mueve en el barro con soltura. La trinchera es su hábitat natural en los últimos años, repleta de tipos acostumbrados a comer alambre de espinas y a mear napalm bajo el mando del coronel Simeone. Por eso el equipo arrasó en la Liga el año pasado, coronándose en el peor escenario posible (el Camp Nou) con un testarazo de Godín. Y por eso, hasta el domingo, los colchoneros ostentaban el título de mejor equipo local, con 34 puntos de 39 disputados a la orilla del Manzanares. Ya no es que en el Calderón no gane nadie; es que solamente rascar un punto ya podría considerarse toda una hazaña…

… salvo que seas el Valencia, seguramente el alumno más aventajado que le ha surgido al Atleti en los últimos tiempos, una vez interiorizados los preceptos cholistas. Los valencianistas aprovecharon para dar un doble golpe sobre la mesa: mirarle a los ojitos al vigente campeón y, de paso, obligarle a ceder unos puntos en su feudo que esta semana pueden convertir, ahora sí, a los de Nuno en el mejor equipo local de la Liga.

El empate del pasado fin de semana tiene poco de estadístico y mucho de simbólico. Recuerden, amigas y amigos, las últimos partidos ‘gordos’ que el Valencia ha disputado en el Calderón. De lo sucedido en 2010, Florian Meyer mediante, no hace falta siquiera hablar. Pero sí, por ejemplo, de otro partido histórico que (con buen criterio) el valencianismo trató de borrar de su memoria: la tremenda humillación padecida en 2012, en toda una semifinal de la Europa League. Simeone apenas llevaba unos meses en el banquillo colchonero, pero no le había hecho falta periodo de adaptación: con paso militar, aquel Atlético de los Falcao, Adrián López, Diego Ribas y compañía le pasó por encima a un Valencia pusilánime, timorato, inexperto y blando. Es decir, un reflejo del técnico de entonces. El 4-2 en Madrid sentenció la eliminatoria; en la vuelta, un solitario 0-1 en una noche triste y gris. No hubo opción. El Valencia fue presa fácil del que acabaría siendo campeón del torneo.

Repite Nuno a menudo tres palabras: “competir”, “conquishtar” (sic) y “ganar”. Es su particular “partido a partido”; a mi juicio, tres vocablos mucho más adecuados para este Valencia cuyo carácter se está forjando delante de nuestros ojos, jornada a jornada. El Cholo ya tenía la mitad del trabajo hecho, al tratarse de un tipo carismático por definición y con una hinchada rendida a sus pies desde el primer día. La capacidad de convicción, de persuasión, ha sido altísima desde que tomó los mandos del vestuario rojiblanco. En el caso de Nuno, la transición está siendo mucho más lenta y progresiva. El técnico tenía (y tiene todavía) mucho que demostrar en la élite. También la masa social anda en pleno despertar de una letanía que ha durado casi una década. Y del equipo no hace falta hacer comentarios: en dieciocho meses, la fisonomía de la actual plantilla con respecto a la anterior es prácticamente irreconocible. Para bien.

Por ejemplo, hablemos (en un alarde de originalidad) de Nicolás Otamendi. Un auténtico ‘tronao’ que se hizo con el mando bien pronto esta temporada y no pretende soltarlo aunque le saquen del césped en camilla. La heroicidad de jugar el pasado fin de semana con un esguince de grado dos sirve no sólo como otra medalla más a acumular en su expediente, sino como aliento y motivo de empuje para sus compañeros. “Si Ota juega lesionado, yo tengo que darlo todo”, pensaría el resto del once titular. El Gigante Nicolás se las vio con las más feas: Raúl García primero, y Mario Mandzukic después. Nos dejó una frase para las hemerotecas (“vos sos mala persona”, le dijo al centrocampista cuando García trató de lastimarle el tobillo malherido) y muchos roces y chispas capaces de poner en marcha a lo bruto la Central Nuclear de Springfield.

El argentino obtuvo el premio del empate y la satisfacción del trabajo bien hecho. Ahora llega la parte de la historia que nadie ve, que el gran público olvida: ese tobillo, esa articulación que tuvo en vilo a la hinchada en los días previos al choque, sigue en mal estado. Lejos de los focos, Otamendi sigue yendo a Paterna día tras día a entrenar y a tratarse, incluso en sus días libres. Jugar infiltrado ante el Atlético ha supuesto más dolor en los días sucesivos para el central. Pero, como buen deportista, Nico sabe que todo esto viene en el sueldo. Apretar los dientes y aguantar un par de semanas más en silencio. Y seguir mordiendo. Ese es Otamendi.

Dada la imposibilidad de armar un equipo con once Otamendis (la clonación sigue estando en fase experimental), no está mal rodear al baluarte defensivo de piezas complementarias pero igual de comprometidas. El comportamiento defensivo del Valencia en el Calderón fue excepcional. Tanto Barragán como Gayà, dos tipos cuyos genes les alejan mucho del juego bronco y trabado, fueron a la guerra con bayonetas y sin miedo. ¡Y qué decir de Mustafi! El poderío aéreo alemán vino de perlas no sólo para anotar el tanto del empate y asustar en los minutos finales, sino para seguir demostrando en una plaza complicada que la ‘Luftwaffe’ no se amilana ante estrellas mundiales como Torres o Mandzukic. Fue el socio ideal de Otamendi, defendió a su compañero en los tres o cuatro tumultos generados a raíz de entradas fuera de lugar y demostró que es quizás el central europeo con mayor margen de progresión y crecimiento del continente.

Una de las frases más recordadas de aquellos locos años 2000 en boca de Miguel Ángel Picornell, Luis Urrutia y compañía tenía siempre al mismo protagonista, siempre en las mismas circunstancias: espectacular refriega sobre el césped y la figura de un armario sevillano a grito pelado y muchas malas pulgas. “Atenció que Marchena s’apunta a la festa!”, exclamaba el narrador mientras Carlos empujaba, insultaba, se hacía hueco y braceaba en medio del tumulto. Aquel Valencia de Benítez se caracterizaba por la solidaridad con el compañero, en dar la cara por él. Aunque fuera de la caseta no necesariamente fuese tu amigo, sobre el campo era tu hermano. El equipo era una banda, una familia.

Por eso, da gozo ver a tipos como Enzo Pérez medirse la cabeza con un rival para defender a otro futbolista en el suelo, o a Lucas Orban desaforado en el banquillo con ganas de entrar al césped a poner orden. Enzo se bregó como nunca ante una retahíla de mediocentros que configuraron cuidadosamente un campo trufado de minas antipersona, lanzallamas, alambradas y algún que otro paquete bomba. Esa parcela de cuarenta metros en el Calderón fue el Somme, Normandía y las Ardenas, todo en uno. Y de allí salieron los blanquinegros casi indemnes, con la baja injusta de Javi Fuego y con un mosqueo monumental ante la pésima actuación de Jaime Lastre, pero con la satisfacción del trabajo bien hecho.

El regreso del Valencia ‘canchero’ a nuestras vidas es una excelente noticia. A cualquier aficionado le repatea el “qué bien juega el Valencia” o el “qué jugadores más interesantes tiene el Valencia”; en cambio, se excita con frases como “qué asco da el puto Valencia de los cojones”. A veces, molestar es triunfar. Y más en una era en la que el ‘stablishment’ ha acogido con los brazos abiertos a una tercera vía (el Atlético) para disimular un poco el lamentable trato de favor hacia los dos grandes. Por eso Simeone y compañía caen simpáticos y gozan de una repercusión privilegiada: a fuerza de espacio en telediarios y la maquinaria mediática en la capital del España, presta para enaltecer gestas dignas de mención mientras afila el cuchillo para matar al Cholo a la primera ocasión que tenga. Los colchoneros lo saben y lo asumen. Mal haría el Valencia en dulcificar su carácter en cuanto lleguen (que llegarán, y bien pronto) loas y elogios a sus oídos.

Lo único cierto es que ambos, Atlético y Valencia, lucharon en el barro sin cuartel durante noventa minutos. Y, en condiciones de máxima igualdad, Nuno y los suyos señalaron dedo en alto: “Ojito conmigo. He venido para quedarme”.

El crecimiento sigue imparable. Pedíamos hace unas semanas un estilo, una identidad, un poquito de fútbol a ser posible. Ante la Real, el Valencia jugó. Muy bien, además. Ante el Atlético, el Valencia compitió. De nuevo, muy bien. El Depor medirá la solidez del que puede convertirse esta semana en el mejor equipo local del torneo, precisamente ante el equipo que destapó sus vergüenzas en la primera vuelta (3-0), en uno de los ridículos más espantosos de la temporada. Aquello, por fortuna, parece olvidado.

Nuno y sus colaboradores han logrado lo imposible: en apenas una temporada, armar un pelotón de reclutas capaz de ir a la guerra y volver de una pieza. No podemos todavía dar por recuperada la plena competitividad, pero sí hablar sin tapujos de que la tenemos en proceso de restauración. Miren, si no, el tramo final del choque en el Manzanares: físicamente más enteros, los visitantes merodeaban el área rival como un escuadrón de Lemmings cabezones y obstinados en asediar la portería de Miguel Ángel Moyà. Molestos, cansinos, pesados, desesperantes. Con un jugador menos, los embarrados hombrecillos blanquinegros se multiplicaban y movían como diablos. Con el susto en el cuerpo y consciente de lo duro que será asegurar el tercer puesto, el Cholo huyó del terreno de juego (sin saludar) buscando la seguridad de su vestuario: al menos, allí dentro no se toparía con Otamendi y sus muchachos. Su familia. Su banda.

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